La Gran Golosa fue la mejor pastelería de la ciudad, el paraíso de los glotones y el objetivo del sibarita. La novedad en una localidad acostumbrada a tartas de moka y cerezas confitadas. Nada que ver con aquel cielo dulcificado, canela y especias bailando en el aire, la gloria de las claras, la perfección de las yemas, el nirvana del cacao, el jardín de las frutas y los frutos secos. Las mesas revestidas de nívea mantelería, las sillas con sus espaldares de vértigo y los elegantes espejos multiplicando las imágenes.
Dirigida por Francesco Sativa, de modales exquisitos y Amanda Brigo, una belleza distante en el reino de su cocina, ambos inmortalizados en el retrato de cuerpo entero que hoy, lamentablemente, descuelgan de la pared.
Francisco provenía de una familia de comerciantes cuyos negocios iban de la alimentación de personas y ganado a la farmacéutica y los pesticidas, incluida una editorial de dudosa calidad. Para él los aromas significaban el grado de riqueza de una ciudad y los olfateaba con sumo interés. Con su más distinguida indumentaria frecuentaba reputados locales y se dedicaba a degustar una copa, fumar un cigarrillo y a observar.
Su catálogo de sonrisas, altamente ensayadas ante el espejo, le allanaba la vida.
Experto en esquivar preguntas con la ligereza de la nata, una mañana la evidencia de su partida recorría pastelerías, bancos y despachos. Harto de entretener al género humano, con un hambre de lobo creciendo oculta en su estómago, Francesco continuaba con una rutina de trenes junto a sus lucros eventuales, perdido en un mundo que no cesaba de parir soledades.
En una de sus estancias distinguió una pequeña cafetería. No dudó en entrar atraído por el olor a café recién molido y el tarareo de una voz femenina. La propietaria le saludó sin cesar de recolocar sillas y revolotear manteles, estudiando de reojo al desconocido, algo patidifusa por la gentileza de los ademanes.
La especializada nariz del Señor Sativa no tardó en localizar una bandeja en la cual respiraban unos pastelillos. Pidió a la señora que le sirviera varios de ellos y un café.
El asombro ocupó su boca con el primer relleno de crema y no consiguió evitar un murmullo nasal, gutural. El segundo ocupó el recuerdo del primero. El tercero suprimió la memoria de los anteriores y así sucedió con el resto de las pequeñas elaboraciones que, en la esquina de la barra junto a grasientas raciones, esperaban inquietas.
La mujer, en un artificio de idas y venidas, por fin se acercó con coquetos pasitos.
- ¡Están riquísimos! ¿Le apetece más café, señor…? Invita la casa.
Francesco la miró confundido.
- Verá, ella insistió en preparar dulces y sinceramente, están gustando mucho. La recogí de la calle. Le pregunté si estaba sola ¡y oye me miró como una gata salvaje! Pero me dio pena y le prometí un plato caliente. Después de comer recuperó el color de sus mejillas, cogió una escoba y barrió la cocina no sin antes soltarme que no comía gratis, la muy orgullosa…
¿Quién era ella? La señora parloteaba sin cesar hilvanando las palabras en un insoportable manoteo. Francesco se obligó a concentrarse.
- … y claro, ahora duerme en el almacén. El día de su primera paga desapareció, revisé cada rincón y no faltaba nada pero, regresó cargada de paquetes. A la mañana siguiente al abrir mi negocio - acompañó las dos palabras con media sonrisa - todo olía a rico pastel. Se llama Amanda Brigo, ¿le apetece un licorcito? Yo le invito.
Amanda Brigo, ojos ámbar, cabello negro, huérfana sospechosa. La alumna inquietante que el alumnado evitaba igual a una peligrosa mancha. Coexistió junto a su familia en una barraca en medio de un bosque prestado. Una noche, se desconoce el motivo, su padre regresó totalmente ebrio. A partir de ese día se trocó en un alcohólico demencial que se emborrachaba con pocas copas. Su madre, mimetizada en la arquitectura de chapas y tablas, durante las ausencias de su esposo se autolesionaba para que a su regreso no percibiera mejorías en su lastimoso aspecto.
¿Y ella? Nadie se ocupó; nadie pudo o quiso querer a la niña.
A Amanda le resultaba muy complejo acudir al colegio e inexplicablemente jamás faltó a una clase. Más puntual que el conserje, ataviada con sus mejores trajes rotos, se comía libros y ejercicios a falta de otro aliento.
En su orfandad de once años la trasladaron a una residencia oficial. Desfiló el tiempo y un día dijo no a la cama prestada, no al rateo de pan, no a los escarmientos, no a las familias de saldo, no al director y su inviolable despacho y no a esa vida de porquería.
Con poco más de trece inviernos, escapó de una cama reocupada dos días después.
Francesco Sativa regresó al día siguiente. Portaba un hermoso ramo de rosas blancas para la dueña. Azorada por el obsequio no supo ni qué ni decir y escapó al almacén. Al cabo, regresó con un vulgar jarrón que acabó estrellando contra el suelo y tanta confusión la embargó que no se percató de la expresión de los ojos del cliente al ver, alertada por el romper de cristales, a Amanda emergiendo de la mal iluminada cocina.
La joven sorprendió a Francesco en su esfuerzo por sostenerse. Bruscamente la patrona le ordenó que limpiara el estropicio, dio breves instrucciones, agarró su bolso, sonrió al distinguido cliente y salió contoneando el borde floreado de su vestido.
De cuclillas, Amanda se entretuvo recolectando cristales consiguiendo así calmar su turbación. Se colocó un delantal y lentamente acomodó la bandeja sobre la barra.
Él se estremeció al ver cómo elegía un surtido. Le enternecieron los ojos ambarinos que examinaban con desilusión los descascarillados platos. El frufrú de un paño abrillantando la cucharilla terminó por enamorar a un hombre desprendido del amor.
Los escasos clientes no apreciaron el ascenso de la temperatura y cómo cayó de golpe la luz. Sólo un anciano matrimonio brindó con sonrisas por los recién enamorados.
El Señor Sativa alargó su estancia tres meses. El último día se acomodó en la cafetería con el estómago encogido por un pellizco placentero, olvidando lisonjear a la dueña muy molesta por su mutismo. La clientela acaparó el local bulliciosamente y Francesco le clavó la mirada pretendiendo hacerla desaparecer.
En aquel absurdo e infantil acto le sorprendió la cálida voz de Amanda.
- Si se va a marchar, me voy con usted.
Derramó su copa y la mancha dibujó los confines de un mapa en el mantel.
- Mi tren sale a las cinco y diez de la madrugada.
- Seré puntual.
El alba se encargó de hornear dos futuras nostalgias.
Una: el vacío almacén donde la señora acogió a una extraña.
Dos: su último ramo de rosas blancas.
Actualmente, La Golosa conserva sus crisoles apagados y el tintineo de porcelana es un eco empolvado. Quienes tuvimos la suerte de frecuentar el establecimiento y conocer a la pareja de propietarios, nos duele sentir una clausura que sabe a almendras amargas.
Nota: fragmento del texto adaptado
para los Medios de Comunicación.