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El sexo de los libros

Antonin Artaud: ‘Los Tarahumaras’ (I)

Artaud estaba hablando del teatro como acción y espacio del sacrificio, y a la vez del equilibrio entre el cuerpo y el cosmos.

Publicado: 13/06/2022 ·
12:29
· Actualizado: 13/06/2022 · 12:34
  • ANTONIN ARTAUD
Autor

Carlos Manuel López

Carlos Manuel López Ramos es escritor y crítico literario. Consejero Asesor de la Fundación Caballero Bonald

El sexo de los libros

El blog 'El sexo de los libros' está dedicado a la literatura desde un punto de vista esencialmente filosófico e ideológico

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Nota: Lo que habla Artaud y lo que está tomado de sus textos literarios van entre comillas angulares.  

Evoco ahora el antirracionalismo y el anti-occidentalismo que llevó al escritor francés Antonin Artaud (Marsella; 4 de septiembre de 1896-París; 4 de marzo de 1948) en 1936 a México  en busca de una verdadera  cultura que no era literatura, ni bellas artes, ni filosofía, ni danza, sino que «está en los nervios y en la fluidez de los nervios, en la fluidez de los órganos sensibles».

Artaud sabía que la cultura europea había fracasado y fue aquél un viaje a la semilla, a los orígenes de la humanidad, en busca de los secretos de la vida primitiva, aun con todos los prejuicios e ideas preconcebidas propias del eurofóbico que —con una sobredosis insalvable de romanticismo— persigue una conversión gracias a la magia de liturgias ancestrales para transformar drásticamente su conciencia, que suponía la legitimación de un cambio en la cultura: «una cultura profunda» que segrega «la inmaterialidad de la vida», «una cultura orgánica», «una cultura basada en el espíritu en relación con los órganos», porque «la cultura es un movimiento del espíritu que va del vacío hacia las formas y de las formas vuelve al vacío, en el vacío como en la muerte. Ser cultivado es quemar las formas, quemar las formas para ganar la vida. Es aprender a mantenerse erguido en el movimiento incesante de formas que se destruye sucesivamente». Artaud estaba hablando del teatro como acción y espacio del sacrificio, y a la vez del equilibrio entre el cuerpo y el cosmos. México «es el único lugar de la tierra que nos propone una vida oculta, y la propone en la superficie de la vida».

El México de Artaud sólo es de Artaud y sólo a él le pertenece; es un México indigenista, imaginario y teatral acoplado, a través de un viaje iniciático y de la locura, a sus inclinaciones ideológicas circunstanciales, tan cambiantes a lo largo de su biografía. «He venido a México en busca de políticos, no de artistas». Había ido para soñar una revolución que reasumiera las «antiguas relaciones anímicas del hombre con la naturaleza» porque «México se halla en el camino del sol», energía de luz que «mantiene la eternidad de las fuerzas por medio de las cuales la vida se conserva bajo el amontonamiento de la destrucción y merced a la destrucción misma»; una destrucción siempre  transformadora, ya que también fue a México para, como Cristo, ser sacrificado al comprender que, paradójicamente, aquel acto transformador simbolizaba que «el sol es un principio de muerte y no de vida», siendo que «el fondo mismo de la antigua cultura solar consiste en haber señalado la supremacía de la muerte» o «a poner la vida presente en su lugar». El sol como potencia vital reclamaba, para no desparecer, sacrificios de carne y sangre que eran sus nutrientes. El sacrificio, como discurrió Duverger, era real, de manera que todo en la vida de esas comunidades precortesianas giraba alrededor del sacrificio humano, el cual sostení­a no sólo a la sociedad sino a los individuos en sí. La frugalidad de la economía doméstica azteca abocó a la antropofagia, pues nada podía desperdiciarse, por ello en los mercados se vendía carne humana al por menor como testimonian los cronistas. En la visión del mundo azteca todo estaba en constante degradación —abatimiento cósmico— y por tanto se imponían el ahorro y el consumo moderado, así como una inflexible ética del trabajo. La otra faz del sacrificio era la guerra, consustancial a su vida cotidiana y percusión dinamizadora que suministraba víctimas para los boatos sacrificiales. «Toda verdadera cultura se apoya en la raza y en la sangre. La sangre india de México conserva un antiguo secreto de raza y antes que la raza se pierda creo que hay que exigirle la fuerza de su antiguo secreto». Y allí, conviviendo con los tarahumaras o rarámuris, encontró el peyote, o hikuri, o jíkuri, o hikuli, con el alcaloide psicoactivo de la mescalina, de propiedades enteogénicas, que los indios usaban como brebaje medicinal pero sobre todo en sus prácticas religiosas, a las que Artaud fue invitado por la flor y nata de los indígenas, no sin padecer antes una sonada hostilidad: «los ritos y las danzas sagradas de los indios son la más bella forma posible del teatro y la única que pueda justificarse».

México y el Tíbet eran para él los dos grandes estrados de la cultura mundial, pero el Tíbet era para los muertos —«para desprenderse de la vida, los medios técnicos del bien morir»— y México era para los vivos: «En los jeroglíficos mayas, en los vestigios de la cultura tolteca, se pueden encontrar aún los medios del bien vivir, de expulsar de los órganos el sueño, de conservar los nervios en un estado de exaltación perpetua, es decir, completamente abiertos a la luz directa, al agua, a la tierra y al viento». Artaud poseía un lenguaje seductor fuera cual fuera el tema, el tono, el objetivo del discurso; era único a la hora de la descalificación cruenta y el insulto hidrofóbico; inestimable como agitador en las soflamas apologéticas o denostadoras; con un estilo de refulgente agilidad y elocuencia electrógena que ametrallaba desde la descomposición orgánica, el cataclismo  somático, la fractura hirviente del esqueleto, el aplastamiento del sistema nervioso, la ira demencial y el desguace del espíritu... En América se entrenó para imitar a Cristo en la Sierra Tarahumara, en el estado de Chihuahua, al noroeste de México, donde se presentó para escribir un apocalipsis —o una especie de autoevangelio o evangelio autobiográfico— sobre sus experiencias metafísicas en medio de aquel pueblo atrasado y desasistido (al igual que hoy) por el gobierno nacional.

El Viaje al país de los tarahumaras (D’un voyage au pays des tarahumaras), título de este documento, fue publicado en 1945 por Éditions de la Revue Fontaine de París. El evangelismo que adjudico a esta obra se debe a que en ella Artaud se reinventa —se resucita— a sí mismo después de su crispada refriega con los surrealistas y su abandono —que también fue expulsión— de dicho movimiento, marcándole en su vida como creador nuevos peregrinajes hacia preocupaciones ontológicas lastimosamente unidas a sus patologías mentales, cóctel de nitroglicerina del que salió una de las producciones literarias más inauditas del siglo XX. Antes de continuar, sin embargo, conviene advertir que de la estadía de Artaud entre los tarahumaras sólo contamos con sus escritos, por lo que la historicidad del relato puede ser puesta en cuarentena, conjuntamente con la literaturización de los sucesos  narrados. Ni siquiera hay pruebas fehacientes de que subiera a la sierra, asistiera a las danzas e  ingiriese el peyote. Artaud ya se había comparado antes con Jesucristo, por el que a veces sintió un odio gastrointestinal; a quien a veces admiraba o incluso veneraba. No sólo aquí, sino en muchas otras páginas habla de su «crucifixión perpetua» y su pasión mesiánica y redentora. También esperaba ser crucificado por los tarahumaras, los cuales le habrían embrujado sin que él supiera por qué; por qué lo detestaban, repudiándolo, hasta que comprendió que era por haber sido crucificado en Jerusalén y por haber resucitado a las setenta y dos horas; pero tampoco podía soslayarse su pensamiento específicamente contrastivo y paradójico que se sustrae a toda logicidad y al Satz vom Widerspruch (‘principio de no contradicción’), y que, no obstante, hace transmisible su complejo pathos, como ocurría con  Dios, que aparecía y desaparecía, existía y no existía, representaba el bien y más tarde el mal, salvaguardaba y asesinaba al hombre. Por eso le oímos decir que Jesucristo dio el peyote a un segmento de la humanidad para «alcanzar su consciencia»; y luego: «Con Jesucristo-el peyote (Ciguri-Jesucristo) oí el cuerpo humano, bazo, hígado, pulmones, cerebro, truenos en las cuatro esquinas de lo Infinito divino», y esto era la relevancia del cuerpo y sus órganos o los preliminares del Cuerpo sin Órganos, el hiper-símbolo de Artaud, concepto  que se vierte  en los versos finales de Para terminar con el juicio de Dios, composición radiofónica de 1947: «El hombre está enfermo porque está mal construido. [...] Cuando ustedes le hayan hecho un cuerpo sin órganos, entonces lo habrán liberado de todos sus automatismos y lo habrán devuelto a su verdadera libertad».

Habíamos leído y escuchado este oráculo reiterativamente porque Artaud fue comercializado e industrializado como una moda vendible entre la intelectualidad occidental. Sobre todo Gilles Deleuze y Félix Guattari idealizaron le corps-sans-organes (CsO) en oposición al organismo, porque era a través del cuerpo, y a través de los órganos, que el deseo pasaba y no a través del organismo, “una nueva dimensión del cuerpo esquizofrénico” (el de Artaud), “un organismo sin fragmentos que opera completamente por insuflación, respiración, evaporación y transmisión de fluidos”, decía Deleuze en su Lógica del sentido (1969);  en tanto que dimensión virtual o conjunto de potenciales de la realidad fue como esta idea se desarrollaría en dos libros conjuntos con Guattari: El Anti-Edipo (1972) y Mil Mesetas (1980), en los que el lenguaje trepa hasta los pináculos retórico-paródicos de Gargantúa y Pantagruel, de Rabelais, como en aquella peroración que Ianotus de Bragmardo dirige al gigante para que devuelva las campanas que ha robado de Notre-Dame: Ego sic argumentor. Omnis campana campanabilis, in campanario campanando, campanam campanatio, campanare, facit campanabiliter campanantes. Parisius habet campanas..., o aquella metasemiótica de la inmanencia que salta en expresiones como “la substantífica cualidad de la complexión elementaria que está introducificada en la terrestridad de su materia esenciativa”. Lo malo es que el lenguaje de Deleuze y Guattari no es paródico, sino que pretende ser científico. Pero la teoría academicista (y pseudocientífica) del ‘Cuerpo sin Órganos’ de Deleuze y Guattari, que suscribía —como en un manual de autoayuda— el desaprendizaje de las normas a las que habían sido acondicionados los cuerpos desde el nacimiento y la opcionalidad reconstructiva de los mismos (“devenir reversible”), se quedaba demasiado atrás y por debajo del  postulado exclusivo de la crueldad del Apocalipsis de Artaud; de la aparición de «un verdadero pensamiento científico» derivado de la profundización de las grandes religiones cuando éstas, al desacralizarse, dejan de serlo y de  «las fuerzas que intervienen en el movimiento filosófico de la naturaleza» que Artaud descubrió entre los tarahumaras, que no vivían «más que para sus ideas [...] en una comunicación constante y casi mágica con la vida superior de esas ideas». Ni Deleuze ni Guattari (que se limitan a aplicar a las obras Artaud el método escolar del comentario de textos) atraviesan la «larga noche traspasada de espasmos», ni llegan al «recuerdo de las verdades soberanas por las que la conciencia del hombre (...) no pierde nunca, sino, al contrario, encuentra la percepción de lo Infinito», ni a  «cómo las cosas son en el vacío y éste en el Infinito, y cómo las cosas brotaron del Infinito a la Realidad y fueron hechas».

El Apocalipsis de Artaud, y el propio Artaud, rebasaban con mucho el cuerpo esquizofrénico del capitalismo y el “cuerpo como máquina”   que Deleuze y Guattari analizaron (esquizoanálisis) en el Antiedipo, dando por sentado que el neurótico no depende de Edipo; pero el Cuerpo sin Órganos de Antonin Artaud no era un ejercicio metafórico de la vida vivida al margen de los valores teológico-morales sociopolíticamente impuestos; había que entenderlo de forma literal, en sus acepciones anatómica y fisiológica; del cuerpo no debería quedar nada: «Sin boca sin lengua sin dientes sin laringe sin esófago sin estómago sin vientre sin ano, yo reconstruiré el hombre que soy», un espacio desértico para el tiempo de los espíritus en los que Artaud nunca creerá, como vemos en el poema “Ci gît” (“Aquí yace”): ...no hay espíritu / sino un cuerpo / que se rehace como el engranaje del / cadáver con dientes;  ya que: lo más tarde /  sólo puede volver si /  más temprano se ha comido a demasiado temprano; y dado que:  todo lenguaje verdadero /  es incomprensible, pero sensitivamente transferible por el sufrimiento compartido, porque hay una notable diferencia entre la incomprensibilidad que dice algo y la que no dice nada, diferencia que Artaud enfatiza en “Fragmentaciones” (“Fragmentations”) confrontando «la sartén de papas fritas» con  la filosofía; dualismo que no podían asimilar jamás dos incorregibles onanistas de la gauche caviar como Deleuze y Guattari; ahí había excesiva vida material para el vanidoso abstraccionismo de los post-estructuralistas, que estaban muy lejos de lo que Artaud llamó, en El teatro y la ciencia, el «acto mítico de hacer un cuerpo» que es inmortal en el exterior de una muerte construida por el arte de la hechicería, mito cuyo gracia operante no era otra que el teatro —obviamente— de la crueldad: El cuerpo humano sólo muere porque se ha olvidado transformarlo y cambiarlo. /  Fuera de esto es inmortal, no se vuelve polvo, no pasa por la tumba.  [...]  No, el cuerpo humano es imperecedero e inmortal, y cambia, /   cambia  física y materialmente, /  anatómica y manifiestamente, /  cambia visiblemente y en el mismo sitio /  siempre que se quiera tomar el trabajo material de hacerlo cambiar.

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