Cuando los medios de comunicación comienzan a recitar su inefable letanía de los sucesos que diariamente acaecen, nos informamos nuevamente de la posibilidad de que el virus que nos subyuga alcance su séptima ola. Pero su protagonismo inicial no le es recuperable.
El ser humano a diferencia de los animales, se adapta a todas las situaciones que la existencia le proporciona, buenas o pésimas. Desierto o montaña, valle o meseta, mar o aire, se encuentran siempre con un hombre o mujer que no se doblega, sino que les somete. Consciente de que el camino de la vida es pedregoso, el individuo busca siempre la solución apisonadora que lo allane. El borboteo de la fuente nos impresiona gratamente, pero su monotonía hace intrascendente su sonido. La cronicidad de la pandemia hará que perdamos el miedo a su morbilidad, bajo la protección del escudo vacunal.
Por eso cada vez suenan con más insistencia los timbres telefónicos de los lugares de ocio y turismo y las redes sociales calientan motores, ante el ritmo vertiginoso de las próximas vacaciones cuaresmales.
La Semana Santa son siete días de fiesta, bajo el triunvirato esencial de la diversión, el espectáculo y la procesión. Cada persona se aferra con mayor o menor intensidad a uno de estos tres pilares y nadie es mejor que nadie, por mor de lo que elija.
Riqueza ornamental en el ambiente, desde el pregón hasta el cirio, de la pértiga al manto, de la orfebrería a la imagen, del estruendo del tambor al bálsamo de las notas musicales. La ciudad ofrece fiesta. La religión parafernalia.
No se está, ni se roza el paganismo. Es que hay, más que indiferencia, una malformación del concepto religioso. Se siente verdadera adoración por las imágenes que representan a Cristo y su madre, pero se vive de espaldas a su doctrina social y a sus mandamientos. No son tiempos de cumplimientos ni obediencias, sino de adulterada libertad y hegemonía de pensamiento, sin aprendizaje previo. Por eso suena más la algarabía y el jolgorio, que el recogimiento y la reflexión. Fe y credibilidad pierden enteros. Las calles se transforman en escenarios de fiestas y espectáculos. El ambiente contagia y es casi imposible librarse de la tentación de las masas. Las salidas a playa y montaña cada vez son más numerosas.
El cristianismo precisa expresar con menos énfasis el dolor y la cruz y reunirse en la gran cofradía del amor al prójimo, puerta de abertura al amor de Dios y a una concordia que nos iguale en la vida y no solo en la muerte.
Sin embargo, la tradición pesa y su carga es a veces una delicia para los hombros de fuerte empuje. Por eso gusta la exageración de “al cielo con ella”, aunque solo se levanten algunas decenas de centímetros. Pero la fe y la entrega con que lo hacen los cargadores dan a la Virgen la impresión de un nuevo ascenso al firmamento. Es el momento en que la Semana de Pasión comienza a erizar la piel y cambia el rictus de los escépticos y adversarios, de resentidos razonamientos. Si todo fuera pértiga, capirote o cirio, las cofradías no hubieran resistido el paso del tiempo. Pero hay que parase a ver todo el desfile. El dolor y la tragedia del crucificado lo tenemos asumido. No así la penitencia de túnica, desnuda de pie o saturada de silencio y rectitud y más aún, la que con indumentaria ordinaria camina tras “el paso” ofreciendo sacrificio, pidiendo clemencia, salud o posibilidad de que lo miserable se aparte de su vida. En las imágenes el rostro de Jesús es de sufrimiento. En su morada celestial su espíritu vibra como llamas de velas enrizas.
Cuando todo parece concluido, el sonido de una voz suprime el murmullo ambiental. La enorme expresividad y la inconmensurable seriedad de nuestro universal cante flamenco, se hace oración. La saeta se expande como el más noble de los gases por el aire ambiental, con aroma de santificación de la madrugada. Su magia y divinidad alcanza y ablanda los corazones por muy diamantina que sea su dureza negativista y la “salada ínsula” observa cómo se desplazan por las mejillas, las lágrimas de sus habitantes.
Sí, hay fiesta. Sí, hay jolgorio, improperios, griterío, excesos de todo tipo, blasfemias o actitudes violentas, soberbia, expresiones de superioridad y vanidad sonrojantes, oportunidad de mejorar las condiciones económicas comerciales, pero dentro de todo ello, se ha conseguido romper la monotonía religiosa del resto del año y creencia y conciencia se han abrazado, mientras recordaban los versos del saetero: Tu cuerpo de lirio en flor/lo troncharon mis pecados/quiero abrazarme Señor/ a la cruz que te han cargado/y recibir tu perdón.